No es lo que se dice
Anfiteatro y teatro: no hay ambivalencia
Modernamente se ha extendido la costumbre de identificar inequívocamente como “anfiteatro“ tanto al teatro romano como al anfiteatro propiamente dicho. El equívoco parte tal vez del hecho de que en el ámbito académico se ha venido llamando “anfiteatro“ al aula semicircular o semi-ovoide, que adapta a esta forma el graderío discente, y también porque desde el siglo pasado, en los teatros y cines contemporáneos más antiguos, al último piso de localidades escalonadas, con forma oval o sin ella, se le designa oficialmente con el susodicho nombre (que alternó con el menos honorable de “gallinero“).
En el mundo clásico la equivalencia teatro/anfiteatro era inconcebible, por más que el prefijo griego anfi (‘doble’) los emparentase semánticamente —siquiera de forma equívoca, porque dos teatros contrapuestos por la skené nunca darían un óvalo, sino una circunferencia—. Uno, por tanto, nada tenía que ver con el otro, ni en la forma ni en la misión a la que estaban destinados. El espacio elíptico del anfiteatro romano —se obtuvo esta forma al aumentar el aforo, intercalando sendos tramos de graderíos en los extremos del diámetro— ya es un dato suficientemente explícito para distinguirlo del perfecto semicírculo que describe el teatro grecorromano. Pero si tenemos en cuenta además la clase de espectáculos que tenían lugar en el anfiteatro: peleas de gladiadores, naumaquias menores, lucha contra las fieras (venaciones) y entre ellas mismas, algunas ejecuciones…, su exclusiva identidad no deja lugar a dudas; ninguna de dichas actuaciones se representaba, ni tan siquiera de forma alegórica, en la escena del teatro romano, y menos aún en la precursora skené del teatro griego, del cual aquel no era sino una réplica exacta, tanto en su función dramática como en su diseño arquitectónico.
Tal vez la evocación de reto y lucha que desde siempre ha sugerido la palabra «arena», al recordar lo que acontecía sobre ella en el anfiteatro, puede explicar la misma denominación para las antiguas aulas académicas, donde los alumnos, pero también los profesores, medían sus fuerzas con el saber de cada disciplina. En cuanto al “anfiteatro“ de los cines y teatros antiguos cabría suponer que con tal título no hacían sino trasladar a los espacios más elevados y escalonados de sus salas respectivas —usando la metonimia y una buena dosis de ironía— el nombre de aquel glorioso recinto romano que tanta diversión había procurado a la plebe ciudadana.
Al margen de estas conjeturas, lo que siempre late en la humana decisión de dar nombre oficial a las cosas es la tentación de hacerlo de forma grandilocuente, abriendo en nuestra mente un resquicio evocador de lo sublime. Tentación que, además, hoy en día se ha agravado dejándose contagiar por un culteranismo de nuevo cuño, una de cuyas manifestaciones de moda más banales es el gusto por las formas excesivas, por el alargamiento de las palabras, huyendo de lo simple, de lo inmediatamente inteligible, porque quien así habla o escribe cree que de este modo deslumbra a la audiencia y acrecienta su autoestima.

Anfiteatro Anatómico de la Real Academia de Medicina
de Cataluña. Barcelona. 1762. Su total forma circular
responde, solo etimológicamente, al origen de la
palabra anfiteatro.

Gran Anfiteatro del Ilustre Colegio Ofical de Médicos
de Madrid. 1831. A pesar de la ubicación del graderío
y el escenario, la planta tiene forma de anfiteatro.
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