No es lo que se dice
Cenotafio no huele a muerto
Con relativa frecuencia encontramos, sobre todo en las iglesias, monumentos fúnebres dedicados a la memoria de difuntos insignes que, por no estar indicado expresamente, pueden hacernos creer que nos hallamos ante su tumba. Y no es así. Abundan los casos en que los despojos de quien debiera reposar allí por razones de origen, patronazgo, fundación o por simple querencia devocional, no se han encontrado en parte alguna o se hayan sepultado en otro lugar, población o país por motivos diversos. Un caso célebre es el del poeta Dante Alighieri, cuyo sepulcro está en Rávena (en un mausoleo neoclásico de 1865), después de fallecer en esta ciudad del Adriático en 1321, donde vivió sus últimos veinte años, una vez que fuera expulsado de Florencia, su cuna, por motivos políticos. Siglo tras siglo la municipalidad del Arno ha venido exigiendo, conminando o implorando a los raveneses repatriar el cadáver —o lo que de él quedase— de su escritor más ilustre sin conseguirlo. Así que, resignados forzosamente después de tan reiteradas demandas infructuosas, los florentinos optaron en 1829 por el humillante pero honroso consuelo de levantar un cenotafio a su memoria. Y eso es lo que ve el curioso turista o el devoto lector de Dante en la basílica–panteón de la Santa Cruz de Florencia: un cenotafio (del griego κενοτάφιον, kenotáphion, ‘sepulcro vacío’), o sea, el mausoleo nunca habitado por el autor de la obra maestra de la literatura italiana, la Divina Comedia.
Hay también quien llama cenotafio a todo sarcófago, arca funeraria o sepulcro relevante expuesto como pieza museística —y por tanto vacío— en las pandas de los claustros y en las propias salas de los museos. Pero es impropio atribuirles tal nombre, ya que les falta lo principal: la intencionalidad y la vigencia; tales sepulcros —que sí contuvieron un día restos mortales— no desempeñan ya, en ese momento y lugar, la misión para la que fueron creados; ahora son meras piezas de colección despojadas del carácter sacral y de veneración que un día tuvieron, por más que en muchos casos nos maraville todavía su esplendor.
No estaría por tanto de más que quienes hablan de cenotafios para referirse sin distinción a las sepulturas de verdad y a los sepulcros vacíos de los templos, museos y claustros se apearan de su fatuidad y llamaran a las cosas por su nombre.

Cenotafio del obispo Vidal de Blanes (1369). Capilla
del Santo Cáliz, catedral de Valencia. Sus restos
yacen en la cripta de dicha capilla.

Cenotafio de Manuel de Fonseca
Zúñiga, VI Conde de Monterrey.
Sus restos en la sala capitular de
iglesia de la Purísima. Salamanca.
1660.

Cenotafio del emperador Maximiliano I, abuelo de
Carlos V. Iglesia de la Corte. Innsbruck (Austria).
Siglo XVI. Muerto en Wels (1519), su tumba está
en Wiener-Neustadt (Austria), su cuna natal.

Cenotafio de Antonio José de Sucre
(obra del español Juan Bta. Sales
Ferré). Panteón Nal. de Venezuela.
Caracas. 1896. Sus restos yacen en
la catedral de Quito (Ecuador).
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