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No es lo que se dice

Chambrana y guardapolvo no guardan parentesco

 

A partir del románico la ornamentación de los vanos en edificios principales se consideró un rasgo de distinción. Las ventanas y las puertas comenzaron a lucir en muchos templos y numerosos palacios una moldura lisa o labrada, parcialmente perimetral, que, a más o menos distancia del vano, lo contornea realzándolo. Apenas sobresale del paño (3) que la sostiene, y a veces incluso se encastra en él. Es la chambrana.

En no pocas iglesias con portadas abocinadas la chambrana se presenta aparentemente como una arquivolta (2), la más exterior, pero ni lo es ni forma parte del abocinamiento. Tampoco le avalan, como veremos a continuación, credenciales de guardapolvo (1), pues solamente ejerce función de realce y coronamiento.

La chambrana está íntimamente emparentada con el alfiz, tan presente en el arte islámico y su ámbito de influencia —moldura ornamental, sin embargo, que los visigodos ya conocían— (ver también este artículo). La función de la chambrana —como la del alfil— es, cabe repetirlo, puramente decorativa; no tiene por tanto, como algunos pretenden atribuirle, el cometido práctico de proteger o cubrir nada, ya que incluso en caso de lluvia su presunta misión protectora en el paramento (1) es insignificante.

De los ejemplos aducidos concluimos que en el desván de la memoria colectiva se está arrinconando el específico nombre de chambrana para entronizar en el uso corriente el manido y vulgar guardapolvo (1). Lo cual no deja de sorprendernos cuando viene de la boca o de la tecla de comentaristas que, por lucimiento personal o por esnobismo, manejan habitualmente voces exóticas, olvidándose a propósito de las más pedestres. Aquí, sin embargo, habrían acertado. Salta a la vista que una chambrana —se ha  señalado ya— no protege ni del polvo ni de nada. Para esta función ya está el predilecto guardapolvo, que, dicho sea de paso, no expresa con tan excluyente nombre todo lo que realmente representa: tejadillo protector en voladizo (1) sobre una entrada, sobre un arco o encima de un balcón para prevenirlos de la llu­via, el polvo, los excrementos de las aves y otros agentes agresivos, amén de servir de protección ocasional a personas y animales. Siendo así, ¿por qué esa tozuda preferencia por endilgarnos a troche y moche guardapolvos donde solo vemos alfices y chambranas? Hasta el mismo tejaroz levanta su protesta en este desahucio.

Especial querencia sienten los guardapolveros cuando, ante un espléndido retablo, principalmente si es gótico, nos señalan embelesados la moldura perimetral que lo recorre. De todos los componentes que lo adornan —que no son pocos, y que generalmente silencian— solo el «guardapolvo» rezuma de sus labios, aunque salte a la vista la irónica evidencia del mucho polvo que acumulan los encasamentos (1) de la mazonería (2). Y ahí queda, sumida en el olvido y silenciada, esa rica chambrana, labrada y prominente, que enaltece y enmarca el retablo entero, pero sin pretensión alguna de protegerlo, ni del polvo ni de nada.

 

 

Portada de la desaparecida iglesia de San Nicolás,
trasplantada en 1908 a la iglesia de San Juan
de la Rabanera. Soria. Siglo XII.

Ábside de la iglesia de Nuestra Señora
de la Asunción. Sequera de Fresno
(Segovia). Primera mitad del siglo XIII.

Chambrana encastrada. Iglesia de San Andrés.
Abelenda (Avión, Orense). Siglo XII.

Chambrana en el blasón de la familia Olloqui.
Cabo de armería de Olloqui (Esteríbar,
Navarra). Siglo XV.

Guardapolvo de la iglesia de San Lorenzo.
Garganta de la Olla (Cáceres). Siglo XVI.

Guardapolvo de la Casa de la Torre. Sevilla.
Siglo XV.

Chambrana embebida. Iglesia de Santa María
y San Pedro de Alaón. Sopeira (Huesca).
Siglo XII.

Portada de la iglesia de la Asunción. Coll
(valle de Boí, Lérida). Siglo XII.

Chambrana modernista. Vivienda de la calle
Dalmases. Barcelona. Principios del siglo XX.

 

 

(clica encima de las imágenes) 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

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