No es lo que se dice
Vitrales, claraboyas y vidrieras arrojando luz
Tanto la vidriera como el vitral y la claraboya transmiten luz natural —tamizada, ciertamente— al interior de un recinto. Pero hay un primer factor determinante que diferencia a los dos primeros de la tercera: su emplazamiento. Mientras la claraboya se sitúa en el techo proporcionando iluminación cenital (1), la vidriera y el vitral proyectan su luz rasgando de arriba abajo, total o parcialmente, el paramento (1).
Otro rasgo distintivo de estas tres luminarias es el diseño. La claraboya, por lo común monocroma o simplemente traslúcida, está compuesta de piezas vítreas homogénas, carentes casi siempre de especial alarde artístico; el vitral, en cambio, presenta de ordinario una compleja y multicromática combinación de cristales, de tamaño y color diferentes, que plasman por lo general composiciones figurativas (2) de gran calidad.
Pero también hay claraboyas que exhiben policromías muy elaboradas, y es en este parecido donde podría radicar el origen de la confusión que induce a algunos a dar el nombre de vitral a una claraboya.
Por su parte, la vidriera es el embrión de un vitral. En sí la vidriera tiene vida propia y protagoniza con elegancia el embellecimiento de entornos estancos que reciben el calor y la magia de su irisada luz. Pero cuando ese bastidor (1) cuajado de multicolores y artísticos cristales va creciendo en altura y tamaño hasta adquirir grandes dimensiones a fin de cerrar vanos extensos, entonces estamos ya ante un vitral.
Lo que admiramos por tanto en nuestras grandiosas catedrales no son vidrieras, sino vitrales.
Por último, muchos rosetones (1) primorosamente encristalados pueden entrar perfectamente en la categoría de vitral.
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