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No es lo que se dice

Monasterio de monjes, convento de frailes

 

Solamente la naturaleza se rige sin convencionalismos. El humano devenir, por el contrario, depende de ellos. Convenimos los humanos en que las cosas sean de determinada manera y por el tiempo acordado. La convención gobierna el mundo, y también lo desgobierna. Lo cual nos lleva a concluir que la sociedad se mueve —se ha movido siempre— por normas convencionales, que muy bien pudieron haber sido otras. De hecho, a sociedades distintas suelen corresponder usos y reglas diferentes.

También el idioma se forja por convencionalismos. El pueblo entiende que tal cosa ha de llamarse así, y se adopta ese nombre; se concierta en favor de una acepción determinada, y queda consagrada por el uso, sin tener siquiera la certeza de que vaya a durar para siempre, pues en cualquier momento puede el pueblo decidir otra cosa.

Monasterio y convento, para muchos, son términos sinónimos. Pura convención. La gran mayoría de hablantes ha convenido, de forma inconsciente y por contagio, que esos ámbitos de carácter religioso sean equivalentes. Pero no lo son. Al menos objetivamente.

Monasterio viene de μόνος (mono: uno, único, solo), pues en origen congregaba a los que hasta entonces (siglo VI) se habían apartado del «mundo» para llevar una vida retirada de oración y ascesis. Seguían el consejo evangélico: «Si quieres ser perfecto, anda, vende todo lo que tienes y dalo a los pobres». Quedarse sin nada para llegar a la perfección. La soledad era solo su consecuencia.

Aquellos ermitaños que moraban individualmente en ermitas y cuevas y los eremitas que en solitario poblaban apartados yermos (del latino eremus, desierto) se reunían ahora en un mismo lugar para observar de forma comunitaria la ascética vida orante que privadamente habían practicado hasta entonces. Monasterio, pues, porque reúne a los μόνοi (/mónoi/) y les da una regla de vida en común. La soledad absoluta de antes ya es solo relativa: siguen alejados del resto de los mortales, pero en compañía. (Al mismo tronco lingüístico pertenecen el latino monacus y los castellanos ‘monacal’, ‘monacato’, ‘monástico’ y ‘monje’. Son monjes los benedictinos y sus reformados cistercienses, trapenses y calmaldulenses, así como los cartujos, los jerónimos y los premostratenses, también llamados mostenses.)

Los frailes mendicantes que aparecen en la Iglesia católica occidental a partir del siglo XIII (franciscanos, dominicos, carmelitas, agustinos…) ponen especial énfasis en diferenciarse de los monjes y su entorno. Frente al retirado monasterio o cenobio, rico y autosuficiente, los miembros de las nuevas órdenes religiosas —nunca ‘monásticas’— optan por vivir dentro del pueblo en una casa humilde que llaman convento (de convenire, en latín: ‘venir con’, ‘reunirse’), porque su razón de ser no es apartarse de los mortales, sino vivir a su lado para asistirlos y evangelizarlos. A cambio, harán depender de sus vecinos el sustento, que habrán de mendigar como siervos de Dios. Se invierten, pues, los valores: de la autonomía monástica, pródiga con los pobres, se pasa, con los frailes del convento, también pobres, a vivir voluntariamente de la caridad del prójimo.

Todo cambió con el tiempo, ciertamente, pero esos son los orígenes antagónicos de monasterio y convento. Antagonismo que en cierto modo se mantiene vigente por lo que la vista alcanza, pues ahí siguen esos aislados y extensos monasterios, con su complejo pero inconfundible trazado arquitectónico y sus inequívocas dependencias funcionales. Por el lado opuesto, observamos en nuestros pueblos y ciudades la estructura más modesta y menos convencional de los conventos, por más que no han faltado nunca comunidades de frailes y de monjas que han optado sin sonrojo por la grandeza y el distanciamiento que representa el cenobio.

La meta jerárquica de un monasterio —excepto si es jerónimo o de la orden de san Bruno— se cifra en llegar a ser abadía, con abad mitrado y demás prebendas del cargo (por más que mitra y prebendas hayan devenido, hace muchos años ya, en absolutamente anacrónicas y vacías de contenido). Algo del todo ajeno a la institución conventual, que aspira, como máximo, al más modesto rango de priorato.

Hablar de monjes para referirse a los moradores de un convento es tan improcedente como encuadrar a la Benemérita en la policía local. Un convento lo habitan frailes o religiosos. (En esto las mujeres han salido ganando, pues tanto en monasterios como en conventos han compartido siempre el apelativo de monjas, si bien conviene recordar que siglos atrás y en más de un lugar también fueron “frailas”.) El monje vive para el monasterio; el fraile, en cambio, encuentra en el convento nada más que el lugar de sosiego y oración necesarios para dedicarse al ejercicio pastoral fuera de él.

 

 

Monasterio de Santa María de la Valvanera (de
monjes benedictinos hasta 2018; hoy en manos
de la diócesis). Anguiano (La Rioja). Siglo XV.

Monasterio jerónimo de Santa María del
Parral. Segovia. 1503.

Cartuja de Porta Coeli (monjes cartujos). Serra
(Valencia). 1274.

Real abadía de Sta. María de Poblet (monjes
del Cister, reforma de la orden benedictina
de finales del siglo XI). Vimbodí (Tarragona).
Siglo XIII.

Convento del Desierto de las Palmas (frailes
carmelitas descalzos, reforma del siglo XVI
de la Orden de Ntra. Sra. del Monte Carmelo,
siglo XII). Benicasim (Castellón). Siglo XVIII.

Convento de frailes franciscanos. Lluchmayor
(Mallorca, Islas Baleares). 1656.

Monasterio de Santo Estevo de Ribas de Sil
(parador desde 2006). Nogueira de Ramuín
(Orense). S. XIII.

Monasterio de Santa María la Real de Valdeiglesias
(el único cisterciense de la región y el tercero más
grande de Castilla). Pelayos de la Presa (Madrid).
1150.

Monasterio cisterciense de Santa María de
Rueda. Sástago/Escatrón (Zaragoza).
Siglo XIII.

 

 

(clica encima de las imágenes) 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

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