No es lo que se dice
La Inquisición que vino de fuera
La Inquisición española funcionó, aunque muy debilitada ya desde finales del siglo XVIII, hasta 1834. Su ámbito de vigilancia y represión abarcó no solo las ideas contrarias a la fe católica expresadas en libros, cátedras y púlpitos, sino también las artes plásticas en sus múltiples manifestaciones. El celo sin embargo por erradicar estas últimas, o sea, el arte ‘obsceno’, ‘irreverente’ y ‘blasfemo’, comenzó ya bien entrado el siglo XVII, siglo y medio más tarde de que se instaurara el tan odiado tribunal, dado que las corrientes artísticas españolas, tradicionalmente auspiciadas por la Iglesia, tanto en lo que respecta a las obras de carácter religioso —la mayoría— como a las profanas —por las que de algún modo también se interesaba el celo eclesiástico— no eran sospechosas de veleidades o desvaríos heterodoxos, librándose así el arte de las iniciales censuras inquisitoriales. Pero el tardío renacimiento humanista patrio, el exuberante barroco posterior y la Ilustración dieciochesca propiciaron finalmente que el levítico clima de desconfianza afectara también al mundo de las artes.
La prolongada pervivencia de la Inquisición en España y los rescoldos de la leyenda negra han fomentado, dentro y fuera de nuestras fronteras, la creencia errónea de que dicha institución eclesiástica nació en la Península y que aquí desarrolló con exclusividad sus inicuas prácticas represivas. Recientemente (octubre de 2016), un personaje —juez para más señas— de supuesta circunspección cultural y poco dado al sensacionalismo escribía lo siguiente: «Normalmente quemamos la imagen, como antes lo hacía con el cuerpo la Inquisición (tribunal de excepción y tortura, de creación española, en tiempos de sus católicas majestades los reyes de Castilla y Aragón)». Flagrante resbalón frente a las evidencias documentales y los hechos de la Historia.
Lo realmente cierto es que en el mes de febrero del año 1231 el papa Gregorio IX instituyó en Roma el tribunal de la Inquisición para actuar de inmediato en Italia —especialmente en Sicilia y Milán— y muy poco después en Francia. Lo hacía para preservar competencias que consideraba suyas, frente a las severísimas leyes antiheréticas —pena capital incluida— del emperador alemán Federico II. De todas formas, esta decisión papal no hacía sino recoger el celo militante de siglos anteriores registrado en no pocas regiones europeas contra los herejes —y más recientemente contra la herejía albigense—, tanto por parte de la Iglesia como del brazo secular.
Doscientos cuarenta y siete años después, los Reyes Católicos solicitan al papa Sixto IV la introducción en España del Santo Oficio de la Inquisición —muy boyante ya en Europa—, petición concedida mediante la bula Exigit sincerae devotionis affectus el 1 de noviembre de 1478. Hasta entonces solo en el nordeste de la Corona de Aragón y en el reino de Navarra, por su vecindad con el mediodía francés, de donde procedían los temidos herejes cátaros y valdenses, actuó esporádicamente algún tribunal de la Inquisición.
(Las irracionales y mágicas ordalías o «juicios de Dios» —que, entre otros, los hebreos y los griegos primitivos ya conocieron— se habían ido asentando en la cultura europea desde el siglo VI, a medida que los pueblos germanos, renovados impulsores de tales prácticas, se iban extendiendo hacia el sur como nuevos dueños del ya periclitado Imperio romano.)
Así que cuando la implacable instancia judicial del Santo Oficio se instituye en el reino de Castilla de forma estable la Inquisición europea ya está bien curtida en torturas, juicios y sentencias condenatorias, no aprendidos precisamente en suelo ibérico (1).