No es lo que se dice
Picota y rollo dirimen sus diferencias
De la documentación sobre picotas y rollos (1) escrita en siglos pasados y que ha sobrevivido a devastadores saqueos e incendios de archivos municipales, cabe colegir que rollo y picota no eran lo mismo. La una se acerca al otro, y viceversa, tanto en su forma como en su cometido, lo cual sin embargo no es suficiente motivo para tratarlos como sinónimos. El rollo trasciende a la picota en dos cosas: en su ornamentación y en su significado, pero es este el que marca realmente la diferencia, porque el rollo simbolizó, hasta bien entrado el siglo XIX, prerrogativas que la picota no representaba por sí misma.
A partir del siglo XI, los reyes de León —que también lo eran ya de Castilla—, se vieron en la necesidad de conceder fueros y privilegios a determinadas villas de su reino por los numerosos auxilios y apoyos que de ellos continuamente recababan, así como por la urgencia de repoblar con cristianos las tierras que iban reconquistando a los sarracenos, y que había que administrar con el recién instaurado régimen, fundando para ello nuevos burgos e invitando a las pujantes órdenes monásticas a establecerse en sus dominios. Entre los privilegios otorgados a villas y monasterios estaba la prerrogativa de juzgar y castigar, incluso con la pena capital, determinados delitos que hubieran sido cometidos en el municipio o abadiato («privilegio de horca y cuchillo»), jurisdicción penal que se remontaba sin embargo a siglos atrás, cuando nobles, obispos, abades y abadesas tenían a bien otorgarla a alguno de sus feudos, y que ahora con las urgencias de la repoblación y la recompensa por los servicios prestados los propios reyes se encargarían de repristinar. En esta concesión estriba el origen de la picota —Alfonso X el Sabio ya la menciona en las Siete Partidas (1283)—, un rudimentario poste de madera, que con el tiempo derivaría en una firme y elaborada columna o elevado hito de piedra, colocados en la plaza o a la entrada del pueblo para escarnio o ejecución de los reos, así como para servir de advertencia a los forasteros.
La concesión real de fueros y nuevos privilegios no solo ampliaba el derecho que algunas poblaciones ya disfrutaban de administrar justicia —solo a los villanos, pues los nobles y el clero gozaban de jurisdicción propia—, sino que elevaba además a las villas agraciadas al rango de «señorío», con lo que ello suponía de exenciones fiscales y autonomía jurisdiccional. Y esto, es claro, había que significarlo también visualmente, para satisfacción propia y orgullo frente a extraños. Es cuando entra en escena el rollo: enhiesto monumento de piedra, parecido a una columna, como la picota, pero más alto y suntuario, que se erigía preferentemente en la plaza Mayor.
En algunos casos, sobre todo en los nuevos consistorios que se estrenaban en el ejercicio autónomo de la justicia, y a la vista del aspecto solemne que la picota había ido adquiriendo en muchos sitios, se optó por aglutinar en el rollo ambas funciones: la de significar el señorío y servir a la par como patíbulo o lugar de condena.
Cuando las Cortes de Cádiz decretaron su abolición y derribo —1811 y 1813 respectivamente— no faltaron iniciativas comunales de transformar el rollo y la picota en cruceros (3), librándolos así de la demolición. Persistencia que propició el equívoco que ha perdurado hasta nuestros días de homologar visual y conceptualmente rollo, picota y crucero.
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Se exhiben a continuación fotografías escogidas de picotas, rollos y rollos-picota de nuestros pueblos. Más imágenes aquí.
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