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No es lo que se dice

La pentalfa y la estrella de David

 

El afán por lo esotérico, especialmente cuando hay escasez de elementos que den soporte a esa querencia, puede llevar a algunos a confundir churras con merinas buscando donde no hay. También en arte, y muy particularmente en el arte arquitectónico. Algo se ha dicho ya al respecto en esta sección al hablar de las marcas de cantería; y más se podría decir en referencia a las antojadizas interpretaciones de algunos acerca de la arquitectura de los caballeros templarios. Toda simbología es fértil por naturaleza, aun a costa de desnaturalizar el objeto simbolizado.

Por pentalfa (del griego πεντα, ‘cinco’, y ἄλφα, ‘alfa’) entendemos esa estrella de cinco puntas que presenta la forma de la letra alfa mayúscula (A) en cinco orientaciones o posiciones diferentes, pero con idéntica configuración (estrella pitagórica). A simple vista solamente vemos dos alfas superpuestas, una enhiesta y otra acostada, pero partiendo de cada uno de los ángulos de la estrella descubrimos que hay cinco. Si a este efecto visual añadimos que todas ellas se deben a un solo trazo consecutivo, sin interrupción, cual si se tratara de un sin fin concatenado (pentáculo o pentángulo), y que la letra alfa ha estado siempre presente en múltiples contextos científicos, paracientíficos y religiosos, el asunto queda lo suficientemente abonado como para zambullirse en la más ferviente exégesis mistagógica (ocultismo).

La estrella de David, uno de los símbolos místicos del judaísmo —conjunción de las energías de cielo y tierra—, guarda a primera vista gran parecido con la pentalfa. Pero presenta visualmente dos diferencias fundamentales con la estrella pitagórica, de modo que solo una mirada precipitada puede confundirlas. La de David está compuesta por dos triángulos equiláteros sobrepuestos —uno invertido— para formar la estrella. No hay por tanto trazo único en su composición, y el resultado de dicha superposición triangular son seis puntas con sus correspondientes efectos visuales de seis triángulos (hexagrama), y no cinco como en la pentalfa (pentagrama).

Al Medievo le debemos el haber divulgado la impostación religiosa de ambas estrellas preexistentes, con las que decoró algunas de sus manifestaciones artísticas, desde la iluminación de códices a la creación arquitectónica. El románico y el gótico propagaron estos símbolos, decorando con ellos rosetones (1), óculos (1), claves de bóveda, celosías, capiteles… Pero la intencionalidad interpretativa de sus artífices corrió acorde en cada caso con la elección del símbolo. Y así, mientras la opción de la pentalfa concernía a contextos mágicos con valor de talismán, la estrella de David evocaba vínculos devotos con la tradición que dio origen a la fe cristiana. Por eso no debe extrañarnos que en la decoración oficial de templos y monumentos el balance de estrellas de David supere con creces al número de pentalfas —circunscritas estas a círculos iniciáticos más reducidos—, que arrojan por tanto comparativamente un déficit iconográfico.

Pretender arrimar el ascua a su sardina dando gato por liebre y querer homologar por vía esotérica pentalfas y estrellas de David adolece, cuando menos, de falta de rigor. Por su parte, los miopes o de atención escasa que no distinguen una de otra harían bien en creer a Tolkien: «No hay nada como mirar, si quieres encontrar algo».

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