No es lo que se dice
Almena y cañonera, un debate de altura
Antes de nada urge decir una cosa: todo lo que se nos ocurre, todo lo que vemos o nos imaginamos no necesariamente ha de llevar un nombre. Por ejemplo, en el caso que nos ocupa, el simple hueco entre unas almenas o el trozo de muro que le subyace. Hay, sin embargo, quien se empeña en querer que uno y otro a toda costa tengan nombre o, si este no ha llegado hasta nosotros, aventura que andará seguramente extraviado por las breñas de la historia y habría que buscarlo. Quien se propugna así como nominalista del lenguaje no se siente cómodo en este caso ni con el genérico vano ni con el abarcable muro, términos también aquí de expresivo significado.
Viene esto a cuento, en primer lugar, por el debate que se libra en algunos foros acerca de lo que hoy llamamos cañonera, o sea, ese vano que se intercala entre una almena y otra en la muralla o en las torres de un castillo. Al parecer, y aunque a regañadientes, hay consenso en la denominación. Ahora bien, si cañonera viene de cañón y el cañón no se conoció en Occidente sino a partir de la Baja Edad Media —en el siglo XIII, posiblemente en la península ibérica—, ¿cómo diablos se llamaba antes? Ítem más —en román paladino, para hilar aún más fino— ¿no tendría acaso un nombre también la parte del muro sobre la que ese discutido vano se sustenta? Y puestos a inquirir, ¿por qué no fantasear acerca de si el vano interalmenal recibía el mismo nombre en días de sol que en días de lluvia, o si la confiada almena en tiempos de paz no alteraba por ventura su nombre en caso de guerra? La fiebre de nombrarlo todo ataca de nuevo. Se ha dicho que lo que no se nombra no existe (primer principio de la publicidad), y que la Humanidad ha ido poniendo nombre a las cosas a medida que se adueñaba de ellas. Irrefutable. Pero solo en apariencia. El ser no lo da la palabra; el mundo se llenaba de seres cuando la palabra aún no existía; las cosas son porque sí, independientemente de que sepamos cómo se llaman. Y los humanos usamos las cosas al margen de que nos pertenezcan. El feroz ‘nominalismo’ que todo lo etiqueta anda fuera de la realidad. El nombre viene a las cosas cuando estas lo reclaman, cuando se descubren con una función que es preciso identificar para diferenciarlas. Mientras tanto las cosas siguen existiendo igual, envueltas en el anonimato, sí, pero existen. Y no pasa nada por que un nombre propio no corone su existencia.
¿Era acaso necesario que la cañonera se llamara de otro modo antes que hubiera cañones? ¿Era preciso darle nombre cuando por ella se disparaban solo flechas, se lanzaban picas o se arrojaban piedras? No hay constancia. Nuestros ancestros se emplearon a fondo en estas acciones disuasorias a pesar de que no disponían de un nombre para ese bendito vano que hacía posible su defensa. De igual forma que a la angosta saetera le vino el nombre por las saetas que a su través se disparaban, a cañonera le llegó su bautismo el día que la temible boca de un cañón se asomó por ella. Después, cuando ni flechas ni cañones hendían ya ese hueco salvador, saetera y cañonera mantuvieron su nombre, y hasta se extendió, en el caso de la primera, a otras aspilleras que no habían conocido ni conocerían nunca venablo alguno. El lenguaje tiene estas cosas. Ya no tiramos de la cadena en el retrete, ni nos quitamos el sombrero en venerado reconocimiento, y seguimos quedándonos sin un duro ahora que ya no hay pesetas, y colgamos o nos cuelgan el teléfono que no pende de nada, y encendemos el mechero sin mecha, y tenemos en casa neveras sin nieve, y hay quien todavía escribe con plumas que nada tienen de ave, etcétera. Expresiones todas que seguimos utilizando aun cuando ya no corresponden al contenido que tuvieron, pero tan vigentes están hoy como en sus buenos tiempos, porque en ellas perdura su sentido primigenio.
Se ha hablado de alménica como alternativa a cañonera. Pero el corpus diacrónico del español (CORDE), de la Real Academia Española, solo recoge un registro de 1849 con tal vocablo. Lo bueno de esta propuesta (suponiendo que fuese necesaria) es que recupera por derivación el lema que está en la base de este debate: almena. Las almenas (fusión del artículo árabe al y el sustantivo latino minae, ‘salientes’) son prismas de sillar, sillarejo, ladrillo o mixtos que sobresalen en una muralla o en la parte alta de cualquier otra edificación defensiva. Choca esta definición con la que esgrimen otros, para quienes la almena es el hueco que dejan entre sí los prismas referidos. Aparte de que esta idea subvierte la irrebatible etimología, cabe señalar que cuando alguien dice que un castillo tiene almenas se está refiriendo a todo el conjunto: a las almenas en sí y a los vanos intermedios con los que forman una unidad (cf. María Moliner); sin vanos no hay almenas, y viceversa. Cuántas veces en narraciones medievales el caballero o el guerrero asoman la cabeza o arrojan algo por la almena, dando a entender que por donde se asoman o echan algo esos soldados es por el aéreo hueco medianero y no por encima de la maciza almena. ¿Y no hemos sabido también acaso que tal o cuál rey hizo desmochar las almenas de una altiva torre en represalia por las insidias y deslealtades de algún señorial vasallo? La lengua, siempre sabia, tiene a bien ofrecernos tropos como la “metonimia”, y de ella echamos mano continuamente al hablar o al escribir, tomando la parte por el todo y viceversa.
Emparentado con almena existe merlón. Una adaptación del merlone italiano, aumentativo de merlo, ‘almena’. Ahí es donde la voz cañonera cobró el protagonismo que nunca tuviera antes, ya que hasta la aparición de los merlones hubo de compartir el vano interalmenal de los castillos con armas de fuego de menor calibre. Pero con la aparición de aquellos, en una cañonera no hay más armas de fuego que el intimidatorio cañón, para el cual se proyectaron en la Edad Moderna esos abultados parapetos que coronan los baluartes, bastiones, y revellines, acordes con la resistencia que habían de oponer a la nueva artillería.
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