No es lo que se dice
Vanos: algo más que puertas y ventanas
Cuando los amantes del arte consultamos en el Diccionario de la lengua española (Real Academia Española y demás academias internacionales del español) el lema vano, tan socorrido en la jerga arquitectónica, nos sorprende ver que hasta la octava y última acepción no aparece el significado que nos interesa: “Distancia libre entre dos soportes y, en un puente, espacio libre entre dos pilas (1) o entre dos estribos (2) consecutivos”. Y también nos sorprende —al tiempo que nos mitiga la contrariedad que nos produce verlo en último lugar— que, entre las acepciones registradas y las locuciones que vienen detrás, nuestro vano es el único con significado positivo; todos los demás denotan sentidos negativos, equivalentes a: irreal, inestable, envanecido, inútil, falto de fundamento, vacío… Seguimos comprobando en el lexicón académico que el vano arquitectónico es, además de positivo, nombre sustantivo, el único de la lista, ya que los vanos de las acepciones precedentes y los de las expresiones subsiguientes son indefectiblemente adjetivos. Y tan sustantivo es nuestro vano —esto ya lo deducimos por cuenta propia— que, a diferencia de muchos nombres de la jerga arquitectónica, ni siquiera se presta a ser lexicalizado como adjetivo (de ábside hacemos absidal; de bocel, abocelado; de trasdós, trasdosado; de moldura, moldurada; de casetón, casetonado; de pórtico, porticada; de chapitel, chapitelada; de dovela, dovelado, y así sucesivamente, con sus correspondientes variantes de género, faltaría más). De vano, en cambio, no producimos calificativos por derivación. Así que nos toca decir: los vanos de la arcada, una fachada con vanos, el vano de la portada, el vano del óculo, una torre sin vanos, etc., ya que ni arcada, ni fachada, ni portada, ni óculo, ni torre son susceptibles de ser adjetivados con el referente “vano”.
Por paradójico que parezca, la ausencia de materia (el vacío), en el vano se materializa. Del no ser (la nada) deviene el ser. Milagro que se produce por concomitancia de esa superficie envolvente que se adueña del vacío, lo conforma, lo enmarca, lo singulariza, lo “hace”. El vano era una oquedad inerte que, al ser atrapada por la materia, consiguió vida propia, se llenó de sentido, alcanzó la categoría de hueco significante. Es cierto que sin un contorno físico el vano no existiría, pero sin el vano tampoco tendría nombre el medio material que lo hace visible (un arco, una puerta). Y es moldeable infinitamente. Acomodatacio y dúctil, el vano resultante de cada uno de los innumerables arcos que nos ha legado la historia del arte es un buen ejemplo de su versatilidad.
En el lenguaje general los vanos por antonomasia son el arco, la puerta y la ventana. Sin embargo, al describir un inmueble con arcos, puertas y ventanas, cierto prurito de elegancia nos lleva a señalarlos unívocamente como “vanos”. Al hacerlo —tal vez sin percatarnos— estamos disociando el vano en sí mismo de la estructura que lo conforma. En la abstracción “vano” englobamos todos los huecos que se muestran a nuestros ojos, sin atender a tipos o estilos, sin determinar si lo que vemos son puertas o ventanas, sin ni siquiera precisar si son vanos ciegos (un contrasentido, por otra parte) o diáfanos, sin reparar tampoco en su tamaño. Son vanos, sin más. Y no nos equivocamos. Porque el concepto de “puerta” o de “ventana” entraña comúnmente un añadido que el vano encaja con normalidad, pero sin el cual también existiría como concepto, pues tal añadido no altera su esencia. Y es que arcos, puertas y ventanas, tan familiares en nuestro cotidiano deambular y en las rutinas domésticas que ejecutamos, trascienden su propio significado en aras de quien los hace posibles: el vano. El contorno que acota al vano es mutable, manejable. Cerramos y abrimos una ventana, salimos o entramos por la puerta, atravesamos arcos diferentes. Mas ninguna de esas acciones altera la inmaterialidad del vano.
En todas las etapas de la Historia las puertas y las ventanas han adoptado diseños convencionales que agotan muy pronto sus capacidad de crear vanos distintos. Su productividad es francamente escasa, por lo que el vano ha de acomodarse al escueto e invariable cuadrado y rectángulo que puertas y ventanas le ofrecen. Muy distinta suerte corre el vano cuando se empareja con un arco. Frente a la ya aludida inabarcable complejidad que el arte ha desplegado en favor del arco, el misterioso vano se mimetiza sin dificultad llenando los recovecos más recónditos y caprichosos de las formas arqueadas que lo atrapan, desde las más voluptuosas circunvoluciones de los arcos complejos a la clásica severidad del medio punto.
Desde su paradójica inmaterialidad, el vano nos sugiere una invitación a traspasarlo y supone una incitación a asomarnos por él, ya que por su negra oquedad y la permeable transparencia de su «nada» sopla a menudo el aire de la vida.

Vano cimero de la cúpula de la iglesia de la
Purísima o de las agustinas de Monterrey.
Salamanca. 1681.

Vanos de la planta baja y del piso superior. Cortile
del palacio del duque del Infantado. Guadalajara.
1496.

Vanos complejos de las arquerías de acceso al Salón
Dorado o del Trono de al-Muqtadir. Palacio de la
Aljafería. Zaragoza. Siglo XII.

Vanos ciegos y vanos diáfanos.
Torre de la desaparecida iglesia
de San Nicolás. Coca (Segovia).
Finales del siglo XII.

Los mal llamados vanos ciegos del ábside mudéjar
de la iglesia de San Esteban. Cuéllar (Segovia).
Siglo XII.
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