Sillares y mampuestos
retablo
Obra (1) artística difundida principalmente en ámbitos religiosos, habitual en las iglesias católicas anteriores al siglo XXI, por lo regular de grandes dimensiones, fabricada en madera, piedra, mármol o alabastro, donde se combinan generalmente arquitectura, escultura y pintura. Le viene el nombre del latín tardío, tabula retro altaris, ‘tablero puesto detrás del altar’. Su origen lo encontramos de forma embrionaria en el periodo románico, cuando al fondo de la mesa del altar —retro altaris—, por lo común adosada al paramento (1), se disponían una o dos pequeñas gradas (1) para depositar en ellas las reliquias de los santos.
La reforma litúrgica del concilio Vaticano II (1962-1965), ordenó entre otras cosas la segregación del altar, separándolo del retablo y haciéndolo exento. De este modo el sacerdote oficiaría la misa de cara a los fieles, quedando el retablo a espaldas del celebrante. Se respetaba así el emplazamiento del retablo en su origen etimológico (retro altaris). (Harina de otro costal sería que, después del referido concilio, apenas se hayan fabricado ya nuevos retablos.)
Hay retablos sencillos, con solo un motivo central (una pintura o una imagen), pero son más frecuentes los de compleja mazonería (2), compuestos de calles (1) y entrecalles (2) (secciones verticales) y pisos (2) (tramos horizontales), a cuyo largo y ancho se organiza respectivamente el santoral que allí se venera. Se llama banco (1) o predela la parte inferior donde arranca el retablo. En ocasiones se añade por debajo un cuerpo más, formando el sotabanco. El cruce de pisos y calles da lugar a los encasamentos (1), que son los compartimentos destinados a alojar las imágenes de los santos o las representaciones bíblicas. El elemento que remata en la cima (2) el conjunto se denomina ático (3), espina (2) o calvario, y toda la estructura se perfila a veces enmarcándolo —especialmente en el gótico— con un mal llamado guardapolvo (2), moldura más o menos labrada que confiere al retablo forma de batea o artesa.
Como pieza unitaria y plenamente consolidada, el retablo aparece en el periodo gótico, cuyos primeros ejemplares se reducían, sin embargo, a dípticos o polípticos pintados y transportables, hasta que se asentó como elemento fijo e inmóvil por sus cada vez mayores dimensiones. Esta inmovilidad favoreció que las pinturas fueran sustituidas por estatuas y estampas en relieve (1), llevando hasta las últimas consecuencias catequéticas y devocionales el programa ilustrativo que la tradición románica ya había instaurado —especialmente con sus portadas y capiteles— para adoctrinar a un pueblo ferviente pero iletrado en su mayoría.
En el siglo XV la forma estable del retablo comenzó a adaptarse en muchos casos a la habitual concavidad del ábside, perdiendo la frontalidad (2) original.
Tras el periodo gótico, el retablo siguió vigente en el arte renacentista, adaptando su estilo (1) y composición a los cánones clasicistas. Pero fue con el barroco cuando el retablo alcanzó la apoteosis de la incontinencia formal, en consonancia con el impulso que el concilio de Trento (1545-1563) había dado al culto a los santos y a la práctica piadosa, como arietes contra la reforma protestante. Si algo define bien el estilo barroco es precisamente el retablo, verdadera palestra de imagineros ávidos de plasmar hasta la exacerbación sus fantasías artísticas, alentadas invariablemente por un clero que veía en la devoción popular la mejor salvaguarda del espíritu católico, aun a costa del paroxismo devocional que se alcanzó en aquellos siglos.
Fue tal el impulso que recibieron los retablos en los siglos XV-XVIII que innumerables fachadas de iglesias españolas adoptaron ese modelo como forma arquitectónica, exclusiva creación hispana en el ámbito europeo, trasladada también al continente americano.
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Retablo gótico de san Jerónimo (m.º de
La Mejorada, Olmedo). Siglo XV. Museo
Nacional de Escultura. Valladolid.

Retablo dentro de otro retablo. Capilla de
San Miguel Arcángel. Catedral de San
Pedro. Jaca (Huesca). Siglo XVI.
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